“Equidna… Virgen mitad bestia, monstruo terrible, paseabas en vuelo tus garras carniceras (…) te llevabas a los jovencitos, atraídos por tu canto sin lira, funesta Erinia”.
Eurípides, “Las fenicias”

Anheladas y esbeltas, objeto de los ojos más codiciosos y obscenos, ellas guardan, desde sus bancos inmaculadamente blancos, el transcurrir de la vida sobre el Boulevard Oroño.
Las garras de león de sus patas, por debajo de sus pechos inmensos y níveos, sus rostros angelicales de damas clásicas, con la impronta de las esculturas de la Grecia Antigua, su pose yacente y expectante, sentadas, como a la guardia, mirando descaradamente a todos los que pasan, padeciendo infructuosamente los avatares de los turistas, paseantes, peatones, gimnastas, viejas, crotos, patinadores y maratonistas que saben sentarse sobre sus banquetas, rompiendo, tirando, apoyando termos, perros y demás por sobre su escultural presencia de guardianas ilustres y centenarias del Boulevard…
Llevan en sus alas enormes de ave inmensa o, no sé, quizás de ángel extraviado en el Olympo, la gallardía y la elegancia de las grandes aves de presa; están, ¿cómo así decir? Como al acecho, como esperando que pase una presa por delante y ¡zácate! de un mordiscón se la morfan….
Todos dicen que ellas tienen paciencia y paciencia durante el día. La paciencia necesaria para guardar y admirar y no dejar que nadie cometa ninguna tropelía ni desastre ni sobre sus banquetas del Boulevard Oroño, ni sobre el Boulevard mismo, ni sobre sus calles y sus veredas, ni, y sobre todo, sus palmeras ni sus otros árboles, ni, sobre todo también, sus otras esculturas, las esculturas centrales, que están, también, desperdigadas a lo largo en algunas ocasiones por sobre el Boulevard, que es extenso e inmenso.
Pero también dicen, aunque no es para darles mucho crédito porque quienes lo dicen son los crotos y los borrachos, que todas las noches, sobre todo y también en las noches de luna, plagadas de estrellas y sin viento, sobre todo en verano, o si es el invierno pero en las noches en que no cae la helada fulminante sobre las veredas, ellas saben dejar al costado y apilarlas, las maderas de sus banquetas y andan, como si nada, paseando por el Boulevard inmenso, a veces sobrevolándolo con sus alas inmensas, a veces andando como buenos leones que son, buscando alguna presa importante, algo bueno como para comer, ya que, en lo que va del día ellas no pueden comer nada, nadita, no señor, y la pancita les hace ruido, como quien dice, porque tienen bastante hambre en la noche de todo lo que no pudieron morfarse durante el día porque tienen que hacer de estatuas guardianas del Boulevard, y no pueden dejar su pose quieta, inmaculada e inmóvil, sobre el que se sostiene todo el tránsito de esa arteria, todo el tránsito que, si bien se supiera lo otro, lo de su transitar en las noches por sobre los cielos, el parque o las cuadras y calles del Boulevard, bien pudiera provocar un flor de despelote, un verdadero caos con muchos embotellamientos y accidentes múltiples por doquier….
Pero ellas saben guardar las formas, como buenas esfinges que son, y entonces quedan a la espera de las noches propicias para salir a cazar, entre sus garras y sus fauces, parejas de enamorados, perros perdidos, niños errantes y ancianos desvencijados, junto con algunos crotos y algunos borrachos que suelen dormir, descaradamente y mansamente por sobre sus banquetas blancas o algún drogadicto extraviado que viene a mear a la palmera.
Dicen que ya no les interesa volver al Olympo. Tampoco bajar de él. Desde que Edipo descubrió el Enigma y se casó con Yocasta para heredar el reino ellas quedaron, ¿cómo quién dice? a la deriva de este destino incierto y terminaron recalando en Rosario, lugar en donde se aquerenciaron, parece, muy a su gusto, y guardan, desde siempre, el tránsito de nuestro Boulevard y, también, la paz de sus noches quietas…
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Nota: El presente cuento forma parte de un libro de mi autoría titulado “Bestiario” de reciente edición por Editorial Laborde, Rosario.