Antes escribía para recordar. Ahora escribo para olvidar. Para no encenderme en una sucesión de objetos materiales, que brillan contra la luz del sol.

La luz de este sol no es el sol de mi infancia, que recuerdo como un resplandor ardido, asistido contra toda aquella cremallera celeste que se incrusta sacudiendo el aire y se hace grande en las retinas.

Mis amigos se alegran con mis descripciones. Los que son de mi pueblo o los que alguna vez fueron de allí. Pero no dejaron su corazón, sino que lo llevaron puesto.

Los que más insisten con mis textos nostálgicos son aquellos que nunca vieron el pueblo, y que son de otra parte, que nacieron cerca de la montaña o se rodearon con las aguas saladas de otros mares que nunca conoceré. Ellos sí disfrutan y de vez en cuando o de vez en vez me tiran unas líneas atravesadas por la distancia y el estupor, cuando no, lo hacen con sus lágrimas bailando en la garganta, y el sudor en las manos.

Los textos de estos amigos, reconozco que a alguno de ellos no los vi nunca, son más afectuosos, tal vez porque alguna vez alguien escribió: En mi pueblo se concentran todos los pueblos que no conocen el mal. Sin embargo, está en todas partes amigo, le advierto yo. Pasa que no le doy lugar en mis escritos, que como una vez me dijo una docente “son un ejemplo de trabajo y de virtudes perdidas y debían leerse en las escuelas”.

Mi inolvidable amiga Alma Maritano alguna vez escribió que si yo hubiera tocado anónimamente su puerta y me hubiese ofrecido su mejor vino y leer mis libros sin firmas, ella los hubiera reconocido. «Yo estoy segura de que habría sabido que eran tuyos», afirmó. Mientras nos vamos metiendo en “Oficios de Abdul”, curiosamente y felizmente desaparece el autor. Tal como decir “La gloria no es más que un verso recordado”, del inolvidable José Pedroni.

¡A dónde  íbamos con esto! A que uno hace poco por atraer al lector, pensando tal vez desde siempre que uno debe su cabeza y a sus manos al “Arte”. ¿Cuál? Yo coincido con mi maestro José Pedroni, quiero que llegue al corazón del ser humano.

Cuando gané un premio literario en la escuela secundaria, mi profesora, la inolvidable Rosalía Suárez, me regalo un libro de Vicente Aleixandre y en la dedicatoria cita un verso de Walt Whitman: “camarada quien lee este libro sabe que está tocando a un hombre”. Nada más pretendo y eso es enorme. 

Todo aquello que uno puede hacer por otro es impagable, una huella que uno transita como aquellas caminatas de los campos que partían al empezar el “El camino del diablo”, con su sinuoso transito entre los campos verdes que cruzan bandadas de gaviotas ateridas. De teros histéricos. De grandes cigüeñas que buscan el bañado de Omar Aguilar o del gringo Zampelungue.

“El camino del diablo”, con tantos recuerdos que hoy quiero tapar con una ceniza tibia, para revolver y tal vez descubrir una brasa cuando esté muy triste.