CAPÍTULO 6

En primera persona

Cuarenta años después, Malvinas y Galtieri forman parte de mi vida como de tantas otras personas que formamos parte de aquella generación atravesada por la guerra y la recuperación democrática. Así como están las hijas y los hijos del 69 y 2001, nosotros somos las hijas y los hijos de Malvinas y el retorno de la democracia.

El servicio militar obligatorio tenía un nombre popular, colimba, síntesis de tres verbos que resumían la enorme distancia de las prácticas del ejército con el supuesto objetivo de la defensa nacional y los intereses populares. Colimba era “corra, limpia, barra”. Acciones poco heroicas para los supuestamente descendientes de San Martín.

El número de orden que decía un lejano locutor de Radio Nacional eran los tres últimos del documento de identidad. En mi caso 802, casi en el final de todos los finales y luego venía el número del sorteo, el que asignaba el destino. Cuando aquella voz cantó 773 sentí que era además de un número muy alto para entonces, una especie de ingreso a la astronáutica. Pensé que las cicatrices por una peritonitis gangrenada podían hacerme zafar de la colimba con un DAF, siglas que significaban Deficiente de Aptitudes Físicas pero la realidad es que a principios de 1982 nos subieron a los camiones en el Distrito Militar Rosario con rumbo incierto para iniciar la famosa instrucción.

En un campo de Carcarañá, alimentados por un extraño guiso de lenteja, pan y agua, desde muy temprano nos entrenaban en pocas cosas vinculadas con la guerra. El servicio militar, lejos de transmitir buenos valores, generaba un clima donde se impulsaba la delación, el robo entre compañeros y se exacerbaba el individualismo. No todos los oficiales y suboficiales eran así, pero la mayoría no tenía ni la menor intención de dar la vida por la patria ni mucho menos por el pueblo.

Íbamos a tirar con los fusiles automáticos livianos (FAL) 7.62 que eran de fabricaciones militares de los años cincuenta y primeros tiempos de los sesenta y solían repetirse las escenas grotescas de gatillar y que los disparos no salieran.

Vi muchachos que siendo víctimas de las pesadas bromas de suboficiales fueron heridos con las cuchillas de las bayonetas que tiraban mientras nos ordenaban cuerpo tierra, salto rana y demás acciones típicas de los llamados “bailes” cotidianos.

Nos dijeron que esos fusiles debían cuidarse mejor que nuestras novias. Alguna vez me gané arrestos por apoyarlo con vehemencia contra la tierra.

Formábamos parte de la “Policía Militar 121” con asiento en el batallón de arsenales de Fray Luis Beltrán a los cuales llegábamos con el mítico colectivo “9 de Julio”, cuya boletera estaba plagado de papeles multicolores según el nombre de la fábrica que tocara en el entonces existente cordón industrial del Gran Rosario.

En una mañana de instrucción, entonces, en carpas de dos personas, nos levantaron y nos dijeron la buena nueva:

-¡Soldados, hoy es un día histórico!. ¡Hemos recuperado las Malvinas! – dijo un subteniente soberbio y racista.

Cuando le preguntamos si les íbamos a tirar a los ingleses con los mismos fusiles que se trababan, nos trataron de traidores a la patria y nos dieron un baile bárbaro.

A las pocas semanas estábamos llenando cajas de esos fusiles de los años cincuenta para mandarles a nuestros compañeros de la clase 62 (nosotros éramos 63) que ya estaban en las islas lejanas.

En los bares, cuando teníamos franco, a las doce se cantaba el himno nacional y ahora, cuando volvíamos del Tiro Federal, después de repetir la frustrante práctica de disparar para no disparar, la gente se asomaba por bulevar Rondeau, en el norte rosarino, para aplaudirnos y regalarnos banderitas argentinas.

-Mirá lo que dice esta banderita -me apuntó un compañero-. “Made in Taiwán”…marcaba el costado de la banderita argentina de plástico.

-Qué bárbaro…ni las banderitas argentinas son de industria nacional – añadió otro compañero. Era evidente.

A nosotros nos licenciaron. Nos mandaron de vuelta para casa.

Vaya uno a saber por qué, pero no me sentía muy cómodo. En esos días salió un artículo de Ernesto Sábato que condenaba la guerra y subrayaba que le estábamos peleando a la tercera potencia del mundo como era Inglaterra apoyada por la primera, Estados Unidos, con chicos de dieciocho y veinte años. Los editoriales de los diarios de entonces acusaban a Sábato de lo mismo que nos dijo el subteniente aquel. Era un traidor a la patria.

Fue en esos días que decidí enviarle una carta escrita a mano al general Leopoldo Fortunato Galtieri pidiéndole ir al frente junto a los compañeros de la clase 62. Que ya había cumplido con la instrucción y que quería estar allá.

Nunca me respondieron.

Cuando volvimos al batallón, la guerra ya había terminado.

A un grupo de policías militares nos mandaron al comando del segundo cuerpo de ejército a cuidar, entre otras cosas, al mástil que daba a la calle 9 de Julio de Rosario, entre Sarmiento y Mitre, con pistolas de maderas.

Salí en la última baja luego de estar arrestado en Navidad, Año Nuevo, cumpleaños y con francos levantados en plena madrugada y también porque me escapé dejando la guardia del mástil saltando por las rejas de la calle 9 de Julio.

Los soldados que volvían mutilados a pedir ayuda al Comando eran muy maltratados por los oficiales y eso me generó un rechazo visceral contra el ejército.

Leí la primera entrevista a Hebe de Bonafini que apareció en la revista “Humor”, realizada por Mona Moncalvillo y no paré, desde entonces, de preguntarme por qué había sido tan fácilmente convertido en un idiota útil.

Cuando descubrí que la mayoría de las desaparecidas y desaparecidos de la provincia de Santa Fe fueron responsabilidad del titular del Segundo Cuerpo de Ejército, con sede en Rosario y jurisdicción en las provincias de Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Formosa, Chaco y Santa Fe era el mismísimo Galtieri, no paré hasta escribir, denunciar por radio, televisión y vídeo todas las atrocidades que hizo a la vera del Paraná.

A fines de los años noventa volví a escribirle a Galtieri, ahora para pedirle, formalmente, una entrevista para el libro “El Rosario de Galtieri y de Feced” que fue editado en el año 2000.

Una tarde de aquellos años, el propio Galtieri llamó a nuestra casa y le dijo a Sandra, mi compañera, que rechazaba la posibilidad de hacer una entrevista conmigo.

Tiempo después lo fui a buscar como periodista de LT 10 y del diario “El Ciudadano” cuando fue a declarar ante el juzgado del doctor Víctor Hermes Brusa por el secuestro de Carolina Guallane.

Los gendarmes lo protegían pero igualmente me tiré lo más cerca que pude antes que se fuera en un automóvil muy lujoso y le espeté: “¿Qué tiene que decirle a las 169 familias de desaparecidos que usted mandó desparecer?”. Frenó su ademán de subirse al coche, me miró con sorna y desprecio y entonces si partió definitivamente.

El 21 de enero de 2003, Galtieri murió impune por los delitos de lesa humanidad cometidos en la provincia de Santa Fe y por haber sido corresponsable en el inicio del negocio paraestatal del narcotráfico aquel 24 de abril de 1978.

Detrás de Galtieri estuvieron intereses económicos, políticos y judiciales que se beneficiaron con sus comandancias y es necesario que alguna vez la provincia de Santa Fe lo ubique como el mayor asesino de santafesinas y santafesinos.

Detrás de Galtieri también estuvieron miles de muchachos movilizados que surgieron de las provincias del segundo cuerpo de Ejército y que dieron una lucha fenomenal contra las primeras potencias del mundo, cargando con la pesada mochila de fuerzas armadas más entrenadas en masacrar argentinos que defender al pueblo y la Nación.

Esas postales existenciales marcan la presencia de Malvinas y Galtieri en mi vida particular y por eso, quizás, la necesidad de contar estas historias.

Y decirles a ustedes que todavía me rebela la presencia impune de los intereses ingleses en particular y extranjeros en general manejando las riquezas de nuestro pueblo.

Como también emociona sabernos protagonistas de una pelea que continúa desde el origen del sueño colectivo inconcluso que es la Argentina, la lucha por su definitiva independencia.