La muerte de Amanda lo había alterado, a qué negarlo. Con treinta años casados y sin hijos, Pedro resistió el golpe de volver del velorio y que no haya nadie en la casa. La primera semana se dio a la cenicienta tarea de sacar la ropa que ya no usaría la difunta, rechazando la ayuda de su cuñada.

La segunda semana fue peor.

Pedro estaba acostumbrado a trabajar, comer, ir al bar, comer luego y dormir. La radio a duras penas le atraía –los radioteatros le parecían cosas de afeminados- y sólo algún discurso de Perón le movía a la crítica política. Un pasodoble de Feliciano Brunelli quizás lo hacía mover el pie. El resto, era ruido. 

Con el tiempo, se fue acostumbrando a la ausencia: tenía 55 años y la vida le parecía renovada, diferente. La cama, ancha. 

Sin embargo, Pedro tenía cierta curiosidad ¿cómo la estaría pasando Amanda, la muerta? Sabía de ciertos pecadillos de su mujer. Un carnicero demasiado atrevido provocó bromas a sus espaldas y una comprometedora cartita escondida cuidadosamente detrás del espejo del ropero motivó más la vergüenza ajena, que los celos.

Sin embargo, fueron treinta años de costumbres compartidas y eso -la verdad- no podía dejarse así nomás. 

La curiosidad no la motivaba un cielo o un infierno, poblados por Amanda, sino su cotidianeidad ¿Existía aún? ¿Dónde estaba? ¿Cómo la estaba pasando?

Estas preguntas deambulaban por su cabeza. Ya le había pasado con Delia, cuando lo dejó por un médico y no supo nunca más de ella. Esas mismas preguntas lo asaltaban, pero acá se mezclaban con un tono entre metafísico y doméstico. 

La señora de la vuelta

Pedro saludaba de modo casi automático,no era muy sociable excepto en el bar,por eso cuando Nora, la vecina lo saludó y le dio el pésame dos años después, mucho no supo a qué se estaba refiriendo la mujer.

Más como quien habla consigo mismo que con una extraña, le contó su vida de viudo, de la lógica soledad, de lo dificultoso de coordinar las tareas de la casa. No se trataba, en el fondo, de una soledad afectiva, sino espacial, física, pragmática. Le contó lo duro que era querer preparar la comida y no haber comprado nada. O limpiar la casa y ver que quedaba peor. Contando esas pequeñas cosas, le comentó sus inquietudes sobre el Más Allá y Amanda.

-La verdad no soy creyente de ir a misa y esas cosas, pero me inquieta saber qué hace Amanda justo ahora.

-Estará al lado de Dios, don Pedro. Ella fue buena en la tierra y merece el descan…

-No me entendió. Me pregunto que estará haciendo concretamente ahora. Si piensa en mí, en cómo la estoy pasando, en si me hace falta acá, o yo le hago falta allá. 

– Eso es difícil de saber. Pero se dice que… bueno, se dice que hay maneras.

-Maneras. 

Pedro tardó dos semanas mascullando el tema para sí. Se resistía a creer que alguien –una persona especializada en temas de ultratumba- pudiera dar datos fehacientes sobre otra persona absolutamente desconocida para ella.

Primero optó por la institucionalidad. Se hizo asesorar por un compañero de fábrica, espiritista y fue aun modesto local de la Escuela Científica Basilio, en la zona sur. A diferencia de la escuela de Ituzaingó en la provincia de Buenos Aires, que tiene como guía espiritual a Ludwig van Beethoven, esta escuelita rosarina tenía como guía al fallecido Mariano Moreno, cuyo retrato –falso- campeaba meditabundo rodeado de flores. 

Eso le erizó la piel, no sabía si considerarlo algo real o ridículo y optó por lo primero. 

Habló con el médium disponible, Edgardo, un anciano de unos 80 años, menudito pero ágil.El viejito lo miró fijamente y le dijo:

-No es aquí Pedro, donde tenés que buscar a Amanda, es en  tu barrio. No quiere venir. Es dura.

El viejo dio media vuelta y se fue, sacudiendo las manos convulsivamente.

La revelación lo asustó, pero también acicateó las preguntas:

-Mierda. ¿Cómo sabía este tipo de Amanda y… mi nombre?

 La chica de la puerta verde

 Las preguntas sobre Amanda  ya eran casi constantes. 

-Me metí en este baile como un salame, ahora tengo que salir, se dijo mientras se bañaba, los pies metidos en el fuentón del patio. El calor era insoportable y esa noche soñó con Amanda, estaba regando unas plantas de color azul, era la primera vez que la soñaba haciendo algo.

El sábado, averiguando en el barrio, supo de La Adivina, a la que le señalaron.

Era una chica bastante bonita, con un aire a Libertad Lamarque. Se sabía que era misteriosa, soltera, famosa, concurrida, difícil de encontrar y costosa. Pocos podían decir donde vivía, aunque era común encontrarla comprando verdura en los puestos del mercado de Boulevard Avellaneda, donde (se decía) jamás compraba carne.

Preguntando primero de forma oblicua y después directamente, Pedro obtuvo doce direcciones diferentes, algunas contradictorias, por ejemplo, Gorriti y Vélez Sarsfield o Sorrento y el Río. Decidió recorrer todas las direcciones y al quinto intento dio con una puerta verde. Golpeó las manos ante la puerta entreabierta.

-Adelante, lo estaba esperando, cantó una voz joven.

Pedro se sentó donde le indicaron (una silla de paja) y contó sus inquietudes, ya casi obsesivas. 

-Claro, es difícil. La muerte nos corta todo rastro, pero desde ya le digo: no es la muerte la que lo hace. Somos nosotros.

Pedro se emocionó, la chica sonrió comprensiva y le dijo el precio de sus honorarios. No era mucho, no había que venir de noche, ni de negro, ni traer la foto de la cómoda. Le dijo que viniera al otro día con la plata y sin nada de metal, nada más. 

Creer o reventar

De nuevo ante la puerta verde, Pedro hizo sonar las palmas para avisar que ya estaba. La chica, sonriente, lo hizo pasar a un comedor común y corriente. Estaba vestida con un ligero batón celeste que Pedro, en otras circunstancias, hubiera mirado de reojo, sobre todo el generoso escote. Nada de lechuzas, ni bolas de vidrio, ni murciélagos embalsamados: apenas una mesa de tablas con un mantel de cuadros, una pava y un mate, que la chica le ofreció.

-Mire Pedro, tengo que decirle algo… no es tanto lo que usted va a ver.Acá no hay esqueletos ni sábanas. Es lo que usted va a saber. Si no lo va a aguantar, mejor váyase y le devuelvo la plata.

-Metalé. 

La chica se sentó y miró hacia arriba. Estuvo un momento así y empezó a agitar las manos y las piernas. Se sacó el batón y quedó por completo desnuda, la piel transpirada y blanquísima, los muslos temblando. Pedro no miraba ese cuerpo joven y quizás deseable, sino que no podía dejar de mirar los ojos de La Adivina. Las manos de la chica se aferraron al mantel, convulsivamente y ocurrió la transformación.

Pedro vio a Amanda desnuda, de pie, tal como la primer noche de bodas, pero no tímida y nerviosa, sino que lo miraba con un gesto indiferente, que le parecía haber visto cuando él le contaba algo de la fábrica: la boca horizontal, el mentón levemente hacia abajo, mirando un punto lejano a la izquierda de la oreja de Pedro.

Pedro estaba a punto de desmayarse, pero intentó hablar… 

-Amanda…

-Que querés- fue la cortante respuesta.

-Quería saber cómo estabas…

La Adivina-Amanda le devolvió una mirada de impaciencia, seca, inverosímil, que Pedro reconoció cuando se enojaba, cada vez que llegaba tarde.

-Es que desde que te fuiste… bueno… la verdad es que…

-Mirá Pedro. La voz era la de ella.

-Te voy a contestar nada más para que no me andés molestando. Eso que dicen del “descanso eterno” es cierto, pero no es lo que te imaginás. Acá estoy muy bien. No me importa nada, pero absolutamente nada, lo que te pase, lo que les pase a los otros,no te quiero y no se qué era eso, acá no hay amor ni odio. Nada. 

La boca de Pedro era un desierto.

-Todo lo que a uno le pasa cuando está vivo, el amor, el dolor, las preocupaciones, la culpa, la alegría, la religión, nos importan acá tres pitos a la vela. Los hijos, los nietos, la tía Pepa o el presidente, acá no valen, no interesan, no están, el amor desapareció y una puede ser una perfecta egoísta, que no jode a nadie. No es que no existamos.No nos importa no existir ni comunicarnos con ustedes ¿para qué? Morirse es no tener que hacer nada, ni sentir nada, ni pensar en nada, ni que te importe nada nunca más y eso está bien. Muy-muy- bien. Así que ya sabés: chau. 

La chica dejó de mirarlo y se cubrió rápidamente. La voz había cambiado, era de nuevo una mujer de 30 años.

Pedro la miró, la cabeza le daba vueltas pero había entendido.Suspiró. 

El camino a la casa se le volvió de repente alegre. Amanda, misteriosamente, había dejado de ser una pregunta para ser una respuesta.

Mientras se bañaba, con rubor y algo de deseo, esa noche recordó los jóvenes pechos de la chica y deseó tener unos así disponibles en la casa, después de 35 años.

Al otro día tiró el cuadro de Amanda. 

Quizás el sábado golpeara la puerta verde, en vez de aplaudir como un zonzo. 

Y un mate no se le niega a nadie.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama