Boulevard Avellaneda era un horno.Y como se solía decir, en la vereda “no estaba ni el loro”, apenas algún ciclista tardío regresaba a la casa desde la fábrica. O un perro.
La puerta verde de lata daba a un patio, entrando desde la calle Junín. Adentro una parra entregaba la sombra necesaria para sobrevivir en ese enero calcinante de 1942 y en la galería, dos jaulas de madera con un canario y un cabecita negra ponían algo de movimiento.Sin esa breve vida animal (y algunas moscas como suspendidas en el aire) la casa hubiese parecido abandonada repentinamente: era la hora de la siesta rosarina, tan respetada en los barrios y obligada a los niños, generalmente resistentes a dormir las dos horas reglamentarias bajo amenaza de la chancleta o peor, el mango del plumero.
Sin embargo, no todos cumplían las reglas y en la calle, cinco pibes peloteaban estruendosamente una Pulpo de goma, más para molestar que para jugar a la pelota.
-Vamos a joderlo al monstruo?
-Dale!
Se presentaron ante la grisácea puerta verde y empezaron a los gritos, la Pulpo rebotó con estrépito contra la chapa dos, tres, diez veces, hasta que adentro de la casa surgió un alarido, infantil y gutural, gritos luego alocados, que no se detuvieron ante la pelota en el suelo y los chicos escuchando con fruición y -como siempre en los niños- con algo de crueldad. Se oyó la llave girar en la puerta verde y salieron todos corriendo.
Una mujer de unos 30 años, de batón liviano, dijo algunos improperios y se volvió meter en la casa,trataba de contener al nene, que estaba descontrolado, detener los gritos, las patadas y los alaridos que alteraron la siesta del barrio. En ese momento, el barrio era una gran oreja, un ser despierto de muchas cabezas, alimentándose de datos para poder hablar, en un par de horas, en la verdulería, el almacén, en el bar, en la vereda de Junín, de las causas de ese insomnio repentino.
Todos los sabían: al “loquito” de nuevo se le había “piantado el moño”. Ninguno lo conocía, nadie lo había visto jamás, ni siquiera se sabía su nombre, apenas el de su madre: Lidia Giménez, La Soltera. Oculto en su patio, el nene detuvo de golpe su llanto ante un abrazo de su madre. El barrio tenía su pibe autista, su loco, su monstruo. Lidia se ocupaba de ocultarlo, atrás de una puerta verde, en un patio con sombra, misterioso.

El coronel Márquez se despidió de su mujer. En el barrio militar, de techos colorados y paredes blancas pintadas por los conscriptos -cada año- lo creían un consumado picaflor, que iba “de chalé en chalé” aunque fuese una rotunda mentira.
El centinela lo saludó respetuoso y formal:
-Buenos días, mi coronel.
-Buenos días, Nolasco.
Era bastante cortés y el gesto adusto del bigote se veía más triste que amenazador. Los colegas lo detestaban, era demasiado condescendiente con la tropa. La tropa lo adoraba, al menos lo que se podía adorar en los escasos trece meses de la colimba. Márquez atendía los casos de cada uno; enfermedades, la situación económica de los padres, un robo. La muerte de Evita lo había sorprendido, lo mandaron con uniforme de gala a Buenos Aires al velorio, nunca la había conocido y nunca la vio, ni siquiera muerta, pero vio las lágrimas de las viejas, de las costureras y de los trabajadores y tuvo que hacer fuerza para que el bigote quedara en posición, sin temblar.
Tenía un concepto especial de justicia, no empleaba los métodos brutales de los demás oficiales, como carreras despiadadas hasta el infarto o flexiones hasta la parálisis.
Un semi-interrogativo “- ¡Pero cómo, Gutiérrez!” dejaba al conscripto (o al suboficial) no sólo avergonzado y casi al punto del suicidio, sino que Márquez se ganaba un soldado fiel hasta la muerte. Los conscriptos se peleaban por irle a pintar la casa.
El conscripto Hugo Nolasco no lo conocía del todo, apenas lo veía entrar a las seis de la tarde y salir a las cuatro de la mañana. Un día le tocó cortar el pasto con una tijera, trabajo pesado y agotador, pero mejor que el salto rana-carrera-mar.
Recorrí con curiosidad la casa, no era como las demás. A la parte posterior le habían agregado una serie de habitaciones, sin ventanas ni puertas. Se alejó un poco y vio una claraboya, pensó que era un baño. Transpirado por la fajina y con el uniforme pegajoso, se sentó abajo de un árbol. La señora “de Márquez” le arrimó un vaso de agua fría, el pobre Nolasco no sabía qué decirle, cuando ella lo miró así, sentado. Era rubia, de unos 50 años y de cara triste, no le habló, la mujer solo dejó el vaso y se fue.
Fue a la tarde cuando lo vio.
Era más bien bajo y la calvicie ya le llegaba a la mollera, llevaba unos pantalones cortos que dejaban ver las piernas antes peludas, pero rigurosamente afeitadas como si fueran mejillas de hombre. Un saco corto, tirante, cubría una camisa color crema abierta sobre el pecho velludo. Dijo algo en soledad, ininteligible o mejor dicho: comprensible a medias. El hombre-niño habló con los pájaros y un perro, con un trozo de soga en la mano azotaba enemigos imaginarios mientras miraba las plantas buscando algo. Lo llamaron “-¡Roque! ¡Adentro!”y el hombre a los saltitos se metió en la casa.
Nolasco intuyó que habitaba la parte posterior. Pensó que si no fuese por la calvicie, podría decirse que era un niño anciano. Esa extemporaneidad alarmó a Nolasco, pero por cierto pudor y una oscura lealtad no dijo nada, se fue y no lo comentó con nadie. Fue cuando supo por qué se usaba tanto en el regimiento la palabra “retardado” cuando no se cumplían bien las órdenes. Y porqué el coronel Márquez nunca, jamás la usaba.

Delia hacía ya algunos años que era viuda, concretamente desde 1958. Sin embargo,luego de un matrimonio intrascendente (según ella) ahora tenía una nutrida agenda social, como suele decirse. Almuerzos, cenas, salidas, tés-canasta, desfiles de moda en la cooperadora de la escuela, le hacían la vida llevadera después de su obligada soledad marital. Solía reunirse con sus amigas en su departamento rigurosamente pintado de beige claro (“un color sufrido”) y decorado hasta la saturación con cuadros de todos los tamaños, platos ingleses azules colgados de las paredes, floreros, potiches y figuritas de porcelana de Limoges. Casi no había pared sin adorno y hasta el baño tenía su florero.
Clara la había conocido en un té canasta de la N°72, de la que eran ex alumnas. Le pareció una mujer alegre y extrovertida, con una tajante opinión política (Perón era el diablo y Eva una puta) y sobre todo, divertida. Las dos rigurosas horas de la visita a Clara se le hacían minutos.Entre los chismes jugosos, el concepto sobre tal o cual hombre y los imposibles viajes a Córdoba, el tiempo pasaba volando.
Por un extraño pudor, Clara nunca iba al baño de su amiga. Le parecía una invasión de la casa y suponía que la invitación no iba más allá del recargado living del departamento, de la mesita ratona con la carpetita de ñandutí y la tetera.
Un día no pudo evitarlo: los calores por la edad, los tres vasos de agua fría, el demasiado té, empujaban la biología de Clara a recintos azulejados. Se levantó y pidió “pasar al baño”, Delia sonrió y le dijo “-Si, mi amor, la puerta de la derecha, la gris, eh, la gris”.
Clara no escuchó eso, empujada por su vejiga. Se dirigió a la puerta petisa beige, del exacto, idéntico color de las paredes, mimetizada entre cuadritos con imaginarios paisajes caribeños y lánguidas bailarinas flamencas. El grito enloquecido de Delia estalló:
-¡¡POR ESA NO!!
Tarde. Clarita había abierto la puerta enana y detrás había un ser impensado: una mujer.
Bajita hasta lo insólito, la lengua apenas contenida por el paladar, los dedos cortos y gruesos como metidos dentro de la mano, los ojos saltones y los gritos bestiales de Delia (“-¡Salí, salí!”) asustaron a Clara y la hicieron retroceder, espantada. Una especie de parálisis no le impidió ver el largo pasillo, gastado, descascarado, sucio, con la mujer asombrosamente pulcra en el centro, parada sobre las baldosas mugrientas de años. La mujer sonrió con alegría y cierta ternura, inclinando la cabeza:
-Hola.
Clara se orinó encima.
La mujer insólita miró la pollera y el charco amarillo, dijo “-Uuuuh…”dio media vuelta de un saltito y se metió por el pasillo sucio, atiborrado de trastos. Clara no podía moverse y no vio –no quiso ver- el trapo violento de Delia, pasándolo por el piso y por su vergüenza.
-Te voy a dar otra pollera. Te la regalo, no te molestés.
-Yo…
-Tomá.
Clara fue a la cocina y allí mismo se cambió. Sin una palabra y sin saber bien que hacía, tiró la pollera mojada en un tacho, salió de la cocina y apuntó a la salida. Delia le abrió mientras se escuchaba, lejana, la alegre risa de la mogólica. Nunca se volvieron a ver.

Carlos bajó del tranvía y se encontró con Miguel. Lo vio y sabía que estaba en problemas, por la cara. Alcohólico, Miguel pasaba cada vez menos tiempo sobrio y sin embargo, resistía “el chupi” por la vergüenza. Entre los dos había confianza, casi una hermandad, Carlos había visto llorar el “pedo triste” a Miguel y lo había arrastrado a su casa. La paliza a Nora era segura y a veces -por piedad a la mujer- Carlos lo mojaba con una manguera antes de entrarlo a la pieza para que se le pasara “la sbornia” y duerma la mona tranquilo.
Al otro día como si nada: ir a los tumbos a la fábrica de cigarrillos hasta la otra borrachera.
-Como andás.
-Mal, Carlito´… sin chupar desde hace una semana…
-Está bien, che. Qué va a estar mal.
-Si… soy un borracho. Pero no quiero que la Nora me escuenda como a loco en el altillo.
– Y, no.
Investigación: Arq. Gustavo Fernetti
Imágenes: Diego González Halama