A pesar de su nombre, Aurora era lúgubre como un pantano nocturno. Su andar producía fastidio en todos aquellos que solían cruzarla en el camino hacia Mal Paso, donde vivía dentro de una cabaña supuestamente ecológica construida a base de bosta equina y piedras. Vivía sola con dos perras que le custodiaban lo que ella llamaba mis “diamantes”. 

Vendía artesanías en el mercado de pueblo serrano, en los albores de un anfiteatro griego, tan griego que se extrañaba la presencia de Eurípides. Sus “diamantes” los llevaba colgados dentro de una bolsita de plástico enroscada en el cuello de su perra –Gaviota–, para disimular y evitar robos, aunque en esa zona no hubiera demasiados; todos eran pobres, tanto que canjeaban en vez de comprar. Un “diamante” de Aurora valía una cena para dos en el Rancho del Oso; o para cuatro en El Gallego. Por supuesto nadie se lo canjeaba por cenas, ya que la mayoría de los habitantes de Mal Paso eran vegetarianos –o lo aparentaban–.

Los residentes decían descubrir a cada rato nuevas plantas que les darían bríos, pero en cambio les producían infartos de miocardio o neumonías mortales.

Aurora era intransigente con sus vecinos. No aceptaba las reglas de juego. Había vivido en Buenos Aires, donde le robaron a su pequeño hijito, y a quien buscó durante toda su vida –desde que lo perdió, antes ni lo conocía–. Muchos años de burlas y misterios. Terminó en Mal Paso, porque le habían dicho que ese lugar era un mercado de niños. Las fabulosas viviendas ecológicas estaban construidas gracias a la venta de menores o sus partes fraccionadas, que dejaban mejor rédito.

Aurora se quiso hacer amiga de sus vecinos, pero no pudo lograrlo debido a su carácter agrio y su profundo resentimiento que eliminó definitivamente la alborada de su nombre para convertirlo en el ocaso de su propia vida. Signada por la pérdida, no ganaba dinero con la venta de sus dijes. Nadie valoraba el verdadero esplendor de cada gema. No eran diamantes auténticos sino hallazgos que ella descubría buscando a su hijo por todos los rincones.

–Esto es ágata –decía cuando alguien miraba alguna de lo que para ella eran joyas y no artesanía barata.

–Es muy cara –le contestaban siempre.

–Es lo que vale… –Aurora era tan seca, que las hojas de otoño se sentían reverdecidas.

Ella sabía que cuando apareciera el dueño de su hijito, le pediría la crisocola. Tenía un solo dije con esa gema para que lo eligiese quien ella tanto esperaba. 

–Esa piedra ayuda comunicar, a encontrar lo perdido… –se decía a sí misma, aunque hablándole a su hijo.

Aurora llevaba en el pecho una foto de Gabriel; le puso ese nombre por el arcángel protector, que evidentemente lo abandonó en la primera de cambio; justo a los siete años, cuando se completaba la primera etapa de la evolución infantil.

–¡Un calvario perder un hijo! –repetía Aurora a quien se acercara a preguntar por la foto en su pecho–. Ha de estar más grande, no sé… Desde que lo desaparecieron perdí la cuenta del tiempo. Tiré los relojes que vendía en Constitución y me vine para acá…

A veces le decían que lo habían visto en tal o cual lugar, pero ella se desengañó de las mentiras piadosas. Cuando se fue a Mal Paso dejó de buscar, predisponiéndose a encontrar.

Lapislázuli, ámbar, nácar –las más vendibles–, esmeralda, amatista y otras gemas engarzadas expuestas sobre el terciopelo negro… pero la crisocola esperaba en un ángulo, solitaria, el posible comprador.

–El tiempo construye las gemas, yo las pulo y engarzo, no soy nada ni nadie. Las expongo… nadie las compra por su precio elevado, pero este depende del tiempo, ese que ya olvidé… –solía decir Aurora en el ocaso, cuando terminaba de armar su mesa en el mercado. El sol se ponía detrás de la montaña, dejando a oscuras el anfiteatro griego. Ningún artista lo abordaba, la gorra había suplantado la boletería. Los actores se iban a lugares más propensos a la dádiva.

–Me da lo mismo vender que no vender. Solo espero dar con el interesado en la crisocola. Cuando aparezca se la regalaré, lo seguiré y encontraré a Gabriel…

De pronto se conmocionó el cielo. El sol interrumpió su ocultamiento para volver a salir sobre las sierras. El círculo del anfiteatro se iluminó de oro.

–¿Eso qué es? –preguntó un caballero alzando en sus brazos a un niño de unos dos años. 

–¡Gabriel! –gritó Aurora tratando de abrazar al niño.

–Se llama Enzo… –contestó el supuesto padre–. Y la piedra esa, ¿cómo se llama?

Aurora no pudo decir la palabra crisocola. No le salía. Reconoció en el hombre portador del niño a su propio hijo. Se la regaló. El tiempo hizo lo demás al desaparecer como el sol del ocaso transformándose en aurora.