Por Maria Angelica Scotti

   El diario “Página 12” está publicando, conjuntamente con la editorial española Anagrama, una serie de novelas de autores ingleses contemporáneos. Entre ellos se destaca Ian McEwan con su atractivo libro CHESIL BEACH, escrito en 2007 y que aquí reseñamos.

   “Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible”. Así comienza esta singular y cautivante novela de una de las figuras más prestigiosas de la literatura inglesa actual (autor, entre otros libros, de “Expiación”, que conocimos en versión cinematográfica). Y esa frase inicial compendia con nitidez la situación y el conflicto novelescos, que transcurren al despuntar los años ‘60 (para ser precisos, en 1962), es decir, cuando todavía no se han trastocado las costumbres más tradicionales, no ha irrumpido aún la revolución sexual y socio-cultural de mediados de aquella legendaria década. La época es, justamente, sustancial en cuanto a la trama y al comportamiento de los personajes: la recurrencia de la palabra “época”, con sus normas y tabúes o convenciones, configura una especie de estribillo que recorre todo el texto. El narrador omnisciente (y sutilmente paródico) con que se abre la novela resulta tal vez demasiado distante, poco envolvente para el lector, pero el relato se va acercando a los dos protagonistas, su vida cotidiana, su pasado, sus pensamientos y emociones, y la narración se torna subyugante y hasta conmovedora. Allí nos enteramos de que ella, Florence, además de atractiva e inteligente, es una talentosa violinista y que, aunque ama intensamente a su flamante marido, se debate entre el deseo de complacerlo y un “temor visceral, una repulsión invencible” con respecto al sexo, al hecho inminente de ser penetrada, semiviolada en su intimidad virginal. Él, Edward, por su parte, no conoce más que el “amor solitario”, del cual se ha privado incluso en vísperas de la boda para poder brindarse más plenamente en la “prueba” decisiva. Esto que parece una historia menor va a cobrar un significado trascendental respecto del destino de los dos protagonistas gracias a la sabiduría narrativa del autor: su despliegue de variados recursos como la frecuente alternancia del punto de  vista de la pareja (por ejemplo, la misma escena erótica mostrada a través de los ojos de uno y de otra); la dinámica estructura novelística con avances y retrocesos en el tiempo (en el primer capítulo, el escarceo amoroso se interrumpe para remontarse, en el capítulo siguiente, a la historia individual y familiar de los recién casados y al momento en que ambos se conocieron); el empleo de la descripción minuciosa, objetivista, a la manera de los novelistas franceses de los años ’50 (y practicada asiduamente entre nosotros por Juan José Saer); el desmenuzamiento extremo de sensaciones y estados subjetivos (casi como una disección interior); los finales truncos o abiertos de cada capítulo que despiertan intriga y tensión…  Es notable la construcción de los personajes y, en particular, el adentramiento en el universo femenino, en el laberinto íntimo de Florence con sus escrúpulos, sus dudas, sus zozobras. CHESIL BEACH constituye unos de esos libros que el lector lamenta acabar: quisiera permanecer más tiempo con los protagonistas y sus desventuras. Inclusive, tal como el lector tradicional (toda la novela juega delicadamente con los recursos propios de las novelas tradicionales), uno se compadece del desencuentro erótico de esos dos personajes “tímidos e inocentes” y desea con ansias una reconciliación.

Fragmento:

   Y tenían muchos planes, planes alocados, que se amontonaban en el futuro nebuloso, tan intrincadamente enredados y tan hermosos como la flora estival de la costa de Dorset. Dónde y cómo vivirían, quiénes serían sus amigos íntimos, el trabajo de Edward en la empresa del padre de Florence, la carrera musical de Florence y lo que haría con el dinero que le había dado su padre, y lo distintos que serían de otras personas, al menos interiormente. Era todavía la época –concluiría más adelante, en aquel famoso decenio- en que ser joven era un obstáculo social, un signo de insignificancia, un estado algo vergonzoso cuya curación iniciaba el matrimonio. Casi desconocidos, se hallaban extrañamente juntos en una nueva cumbre de la existencia, jubilosos de que su nueva situación prometiera liberarles de la juventud interminable: ¡Edward y Florence, libres por fin! Uno de sus temas de conversación favoritos eran sus respectivas infancias, no tanto sus placeres como la niebla de cómicos malentendidos de la que habían emergido, y los diversos errores parentales y prácticas anticuadas que ahora podían perdonar.