Los chicos venían haciendo equilibrio sobre las vías brillantes.

Venían seguidos por la sangre del último crepúsculo, y al llegar al paso a nivel, algunos pasaron pisando cuidadosamente los listones de hierro del guardaganado, y no leyeron (o si lo leyeron lo hicieron con toda inconsciencia) ese gran cartel que decía: «Prohibido transitar por las vías».

Era el comienzo del pueblo y no sabían ‑y si lo sabían no les importaba‑ que esas casas puestas en esa calle paralela a las vías fueron las primeras del pueblo. Las había hecho construir un suizo visionario a fines del siglo XIX, como también esos galpones de chapa que guardaba el cereal año a año, vecinos a ese altísimo elevador que alguna vez treparon por una interminable escalera con los chicos de la escuela, acompañados todos por una maestra paciente y gentil.

Ese elevador ‑la torre más alta del pueblo‑ fue devastado mucho después por un incendio casual y todos se quedaron sin mirador, tal vez para siempre. Era bueno subirse allí para ver el caserío y más allá las quintas, el campo tranquilo, con los sembrados como cuadriculados perfectos. Y los pájaros, que en ese tiempo tan alto eran numerosísimos.

Esa barrita desflecada, compuesta por chicos que no pasaban de diez años, portaba su infaltable gomera –potencialmente fatal para todo pajarito que se creyera dueño del cielo‑, su bolsito de género para guardar piedrecitas a guisa de proyectil y alguna pieza que venía manchando con sangre el género basto.

Venían dando voces, chuscadas, silbidos un poco vagos que se tragaba el aire de marzo, y los menos, desafinando una canción de moda. Venían sin diálogo, como dispersos fragmentos de voces y ruidos que se enseñoreaban en la tarde. Venían distendidos, como la pequeña patrulla de un ejército ignoto que nunca entraría en batalla, porque el azar los dejó a retaguardia.

Así venían, caminando desde el bajo de La Portada, un par de kilómetros al Este, donde ya se humedecían los pastos y el sol se arrastraba como una serpiente de ceniza violeta. La caza había sido magra, pero la diversión muy grata, como son a esa edad todas las actividades decididas en grupo y los juegos que alejan de la obligación de la escuela.

En esa esquina miraron a lo alto y vieron ese inmenso águila de cemento pintado de negro, en el frente del almacén de «ramos generales» que fundara don Antonio Pozzi ‑uno de los primeros pobladores‑ y que ahora regenteaba algún descendiente. Vieron una vez más ese águila y lo miraron con renovada admiración, tal vez porque lo compararan con su propia imaginación ganada leyendo profusas revistas de historietas o tal vez porque era un animal que en la realidad nunca habían visto.

Tal vez cruzó un sulky traqueteante en la tarde, con los ejes chirriantes, pidiendo ser engrasado de urgencia.

Tal vez un jinete se internara por ese callejón que bordeaba las vías, en busca del sol del ocaso, apurando el tranco para llegar a algunas de las estancias lejanas.

Tal vez un camioncito rojizo cruzara ya resignado en su último viaje, con su carga de sifones vacíos, con su listón de madera pintada de blanco: «Cerveza Schlau», y más abajo: «Sodería y licorería de Juan Sepperizza».

Es improbable que alguno recordara después esa tarde remota, pero eso ya no tiene ninguna importancia.

También es improbable ‑porque habrá muchos años después discusiones inútiles­- saber si allí estuvo la casa de la guardabarrera pelirroja, que cuidaba el paso en las vías del tren de la tarde.

Ilusión del cronista o realidad tangible como sus grandes pechos que escondían esos pulóveres de gruesa lana amarilla.

Lo cierto es que según se dice ‑algunos dudan‑ esa mujer existió y se le encontró un nombre y un apellido, una condición civil: viuda, dos hijos y una tarea precisa: guardabarrera en el cruce del Boulevard Vollenweider, frente a la antigua casa «El Águila» de don Antonio Pozzi, la que hoy está en ruinas.

Y con ellos habrá sucedido lo mismo: la habrán saludado. Pero casi ninguno habrá registrado, no su saludo, sino su propia existencia, ya que años después algunos de ellos ‑ya calvos, ya canos‑ discutirán en la mesa de un bar esa existencia. Pero el cronista que todo lo indaga, ha averiguado, porque sí, porque es su oficio.

¿No es cierto que usted existió Ana Zarza, y que hoy en algún lugar recuerda a esa barrita dispersa por el vendaval de los años, indiferente a otra cosa que no fueran los juegos, o el inminente fervor de la caza?

 

 

Otoño, 2003