–Me atacó el estómago, luego me empezó un dolor por todo el cuerpo…

–¿Cómo era, Braulio?

–Grande, parecida a una anaconda, pero transparente, ¿vio? 

Braulio se buscaba conversaciones para aliviar el dolor que le dejaban las secuelas de la bebida. Inventaba mágicos atacantes y a veces, hasta mentía a los médicos cuando le sacaban radiografías.

–Esa mancha es porque uso una prótesis en el pecho, me pusieron un pedazo de costilla de platino.

Le dejaban pasar sus mentiras porque supuestamente así era feliz. 

El cigarrillo y el alcohol eran su verdadera compañía. Aunque en el pueblo todos estaban a gusto escuchando sus historias. Braulio solía hacer regalos a cada uno de sus amigos o vecinos. Así fue dilapidando su magra fortuna: la herencia de su padre y una cómoda casita frente a la plaza de Hughes.

Mucha gente estaba interesada en ser su amigo para heredar la casa o el campito donde tenía la huerta y los frutales, pero Braulio se daba cuenta perfectamente quiénes estaban a su lado por interés, y quienes se conmovían realmente creyendo en sus historias fantásticas, que reemplazaban el siniestro diagnóstico médico. Él seguía adelante, jugando a las bochas, cultivando la huerta e inventando historias para el día siguiente mientras leía sus autores favoritos, fumando su habano y bebiendo su religiosa copa de whisky –del mejor.

–Hoy sí que me dejó mal el pájaro ese… ¿Lo vio Ciro?… Andaba la madrugada revoloteando por la antena de TV. Me parece que me devoró el hígado. Tengo un estado que mama mía…

A Braulio lo enterraron en el cementerio del pueblo. Cada uno de los amigos recitó alguna de las frases dichas por el occiso, que habían quedado registradas en su memoria.

Acudió casi todo el pueblo. La herencia no fue para ninguno y para todos.

Cuando se retiró la gente, apareció el pájaro devolviéndole el hígado, la anaconda transparente le llevó el pulmón izquierdo, un ave fénix depositó el estómago sobre la lápida recién puesta. El ciervo azul llevaba en sus astas el riñón derecho y desde lejos, un desfile de ovejas bailarinas portaba, desplegado, su intestino rozagante para que Braulio pudiera volver a otro sitio mejor, totalmente restaurado.