La esperaba cada mañana con el trapito preparado y la mano lista para recibir la propina que ella le daba en sobreabundancia.

Calipso consideraba que era un signo especial hacia él. Bastante dinero, le bastaría para irse a la casa –que no tenía– y dejar de baldear. No lo comentaba con ninguno de los baldeadores del parque. Allí eran pocos. Tres, frente al club. Los demás estaban apostados en los Tribunales.

–Frente al club es más fácil que te permitan lavar el auto… Allá en los Tribunales, no da. Mucho tráfico… Son unos boludos. –Eran las frases de Calipso hacia los otros dos, diseminados uno hacia calle Moreno, el otro hacia el desvío que va al Hipódromo.

Los autos estacionados no eran todos del club. La mayoría eran de abogados, jueces o secretarios, quienes pretendían estacionar siempre en el mismo lugar. Los baldeadores se lo cuidaban poniendo el balde y su persona sentada arriba.

Entre las nueve de la mañana y las dos de la tarde tenían el trabajo asegurado. Fermín, el portero del club, les permitía cargar los baldes.

– ¿No sabe nada de la señora del Porsche Cabriolet? –preguntó Calipso al del Corsa Classic.

–No suelo verla. A veces me la encontraba en los pasillos, estamos en la misma sección…

La contestación no satisfacía al baldeador central, el ubicado justo en la puerta del club. Se sabía todos los acontecimientos: mujeres casadas en busca de jóvenes en la puerta del club, mujeres solteras buscando hombres casados, en el mismo lugar. Niños corriendo de unos y de otros. Deportistas buscando aventuras en los vestuarios. Gente de toda índole, queriendo aparentar lo que no estaba siendo.

 A Calipso se le perdieron las quimeras cuando dejó de aparecer la mujer delPorsche Cabriolet. Todo a su alrededor le pareció una patraña.

La ausencia y el vacío de la mujer que le daba propina magna –como su auto– y mirada cabriolet, de complicidad tan tácita que resultaba honda, demasiado importante para un hombre que no hacía otra cosa que lavar autos frente a un club.

Al Porsche Cabriolet, por supuesto, Calipso le daba preponderancia higiénica. Soñaba con que ella lo invitase a subir, llevándolo a los lugares encantados que suponía la mujer tendría a su merced.

Calipso se puso a recordar el perfume que emanaba de la dueña del Porsche Cabriolet; algo que, en falta, le resultaba más atractivo que cuando lo olía sin darse cuenta. Fragancia a sueño, a posibilidad futura. Se había acabado. Solo olía a desodorante para capots. Comenzó a odiar ese perfume encapsulado en botellas plásticas fraguadas –no para el Porsche Cabriolet–.

Calipso no aguantó la espera. Habían pasado casi dos semanas que el Porsche Cabriolet no estacionaba en su lugar. Así y todo, su balde –y persona– ocuparon el sitio durante aquellos diez días. Sábados y domingos aparcaba otra gente.

Aquel martes, con su trapo en mano, Calipso se dirigió hacia los Tribunales. Su paso era calmo, pero lleno de ansiedad. No estaba acostumbrado a caminar. Sus movimientos eran siempre de brazos, en un sentido contrarreloj, tal como pasaba el trapo en los autos. Luego se subía a la bicicleta para zambullirse donde fuera.

Dentro de los Tribunales el gentío era basto, prepotente, ominoso. Calipso comenzó a recorrer los pasillos sin entender los misterios judiciales, políticos ni sociales.

El edificio le parecía un laberinto. Cada esquina igual a la otra, había perdido totalmente el sentido, la dirección y sobre todo la orientación.

Sabía que oliendo un perfume llegaría a destino, pero allí adentro los aromas se entremezclaban como las hojas de otoño frente al club, con basura, papeles y polvo.

Dobló su trapo en cuatro, en seis, conformando una suerte de pequeño almohadón que puso sobre su corazón agitado.

El perfume del Porsche Cabriolet se le apareció de golpe, como un capullo de primavera anunciando el fin del cadalso invernal.

El latido bajo el trapo aumentaba a medida que llegaba a su destino aromático.

En un ensanchamiento del monótono pasillo, estaba instalada una vendedora de Juleriaque repartiendo a diestra y siniestra pequeños cartoncitos impregnados con nuevas fragancias.

– ¿La mujer del Porsche Cabriolet? –preguntó Calipso a la promotora que le hizo entrega de un varonil perfume acartonado.

–¿La que usa el exclusivo Black Oppium de Saint Laurent…? ¿La jueza…? La mataron… Estaba defendiendo un caso bravo…

Tras cartón, Calipso se fue con el cartoncito de la fragancia, el trapo desenvuelto, roto, y su destino incierto–pero perfumado-.