Por Bruno Del Barro
Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
- L. Borges, De alguien a nadie, 1950
Como presume Borges, el emperador Shih Huang Ti mandó quemar todas las bibliotecas para que se desconociese el pasado y él fuese para el futuro -artificiosamente, forzosamente- el principio de la historia. Con otros métodos pero con idénticas intenciones de persuadirse únicos, primeros y últimos, certeros biblios (cada cual llamado El Libro) se autoproclamaron sagrados e inmutables, donde una coma de más haría estragos sobre el orden universal, donde cualquier otra obra sería una ofensa a sí mismos.
Cada uno de ellos lo abarca todo, lo ocupan, lo abastecen, lo sacian todo, desde las fibras íntimas del ser hasta las fronteras del universo: cómo empezó todo desde el barro originario, desde el Caos, y cómo esta obra de inteligencia divina perecerá. Todos y cada uno de ellos, por lo tanto, se empujan, se expelen mutuamente, se refutan, se ofenden (profetizando así, aún antes de declararse, las guerras y enconos).
Por este camino anduvieron las cosmogonías posteriores hasta nuestros días –religiosas, escolásticas, seculares; inspiraciones divinas, híbridas o humanas- que invitan de igual modo a abandonar la búsqueda de la verdad más allá de sus páginas, a contentarnos con el paraíso perdido o el materialismo histórico o la ineludible influencia de los astros.
Lo mismo el liberalismo progresista que el socialismo de Marx, suponen que lo deseado por ellos como futuro se realizará inexorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. [i]
Una vez aprendida La Verdad, el resto de conocimientos o escrituras anteriores o posteriores se vuelven ociosas o insultos heréticos a ella. No pueden convivir. Teniendo en cuenta que luego instituciones, estados, medios, familias, individuos la abrazan incondicionalmente, el aire del mundo se torna a la larga irrespirable.
El rastro de sangre que es la historia confirma la impensable convivencia, no obstante, también lo justifica: no son enfrentamientos entre semejantes -nos dicen los manuales-, sino entre antípodas: entre naciones, entre culturas, entre religiones (entre libros, entre pliegues, líneas, surcos, entre ríos o cordilleras, entre pensamientos y fisonomías, entre gramáticas y caligrafías, entre músicas, comidas y ropas típicas).
Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.[ii]
Este peculiar desdén por las abstracciones no está tan preocupado por achicharrar las carnes como por carbonizar cosmovisiones: ideas, canciones, lenguas, medicinas, incluso recetas culinarias de un pueblo; hiriendo así sus libros, códices o papiros –ni más ni menos que el formato histórico en el que todo aquello se comenzó a atesorar.
El Libro (cualquiera), La Verdad, cuando triunfa, cierra un círculo: La Sabiduría, desde entonces, es accesible, porque cuenta con un número previsto de verdades y acciones oficiales. Un conocimiento se transforma, por intermedio de censores y autoridades que a la larga se olvidan, en el conocimiento.
La Edad Media no fue oscura por su ignorancia –etiqueta que sólo puede otorgarse tomando siglos de distancia- sino por su sabiduría, es decir, su saciedad y empacho, su sensación de poseer ya todas las respuestas. Satisfecha con su libro único, con su creación espontánea de una pareja heterosexual y pálida que derivó en las demás; percibiéndose superior a los escandalosos culebrones griegos y nórdicos, al templo atiborrado de Roma que sumaba un dios por cada provincia adherida.
Ver con suficiencia aquellas edades pretéritas llamadas oscuras desde el pináculo de nuestro presente, es precisamente poseer el mismo espíritu de soberbia que aquella Edad tenía respecto a su pasado.
Bradbury imaginó un futuro donde los libros fueran eliminados, pero más adelante, intuyendo quizá que esta concepción tenía un lado positivo inesperado, a saber: que la destrucción sistemática del conocimiento en manos del estado implicaba que alguien (necesariamente muchos) quisiera tener acceso a él; aseguró que un futuro más terrible que mandarlos a la hoguera, era tenerlos vivos y no leerlos (recordando una vez más que el formato físico “libro” es irrelevante, transitorio y una mera excusa; lo esencial es lo que sus toscos signos pretenden encarnar, una sabiduría universal representada inmaterialmente –como realmente es- en el final de su Farenheit, donde un conjunto de hombres guardan la memoria universal a través de la memoria individual; sin tintas ni papeles).
La distopía bradburiana se transformó con el tiempo en utopía: un estado represor, sobrepasado, tratando de contener una población sedienta de conocimientos. Una situación inconcebible y muy optimista respecto a lo que de hecho ocurre, un futuro (un presente) más trágico y violento aún que lo que los pesimistas del siglo XX profetizaron: los conocimientos más remotos están al alcance de todos, sin embargo, hemos decidido prescindir de ellos, pues nos sentimos colmados, satisfechos con lo que sea que tengamos dentro o enfrente.
Bruno del Barro
07/01/2018
[1] José Ortega y Gasset, (1929), La rebelión de las masas, Barcelona, España: Planeta-Agostini.
2 Jorge Luis Borges, (1941), El jardín de senderos que se bifurcan, Bs. As., Argentina: Emecé Editores S.A.